10. No podemos olvidar que Dios quiere la
felicidad de cada ser humano. Él creó todo para que lo disfrutemos (1
Tim 6, 17), para que a nadie le falte lo necesario. Imitando su generosidad,
que se manifestó hasta el fin en la entrega de Jesucristo, los creyentes
queremos ser instrumentos de su vida para los demás. Por eso, venciendo la tentación
del egoísmo, intentamos salir de nosotros mismos, revistiéndonos de entrañas
de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia (Col 3, 12)
para procurar la felicidad de los hermanos.
11. La espiritualidad evangelizadora está
marcada por un intenso amor a cada persona. A veces se expresa como compañía
silenciosa y compasiva, otras veces es palabra que alienta, abrazo que
consuela, paciencia que perdona, disposición a compartir lo que se posee, o se torna
indignación por la injusticia, y la denuncia proféticamente. Se trata, siempre,
de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre. En este mundo donde
frecuentemente nos sentimos desamparados, ignorados, utilizados, excluidos, ¿no
es indispensable oír el llamado del Espíritu a cuidarnos y sostenernos unos a
otros con entrañas de misericordia?
22. Al comenzar el nuevo milenio, la humanidad
entera se encuentra sumergida en grandes dificultades: la alarmante extensión
de la pobreza y la escandalosa concentración de la riqueza, la corrupción de
las clases dirigentes, los conflictos armados de insospechables consecuencias,
los nuevos fundamentalismos y formas inimaginables de terrorismo, la crisis de
las relaciones internacionales. Son evidentes las contradicciones entre lo que
se dice y lo que se hace, el relativismo, el menosprecio de la vida, de la paz,
de la justicia, de algunos derechos humanos fundamentales, de la preservación
de la naturaleza, que desafían a todos por igual y exigen respuestas comunes.
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